El presidente de IMPULSA IGUALDAD Castilla y León, Francisco J. Sardón Peláez, reflexiona sobre el papel de las instituciones comunitarias en las políticas sociales, con motivo de la celebración del Día Internacional y Europeo de las Personas con Discapacidad, que este año se reivindica por el movimiento asociativo CERMI con el lema ‘40 años de España en la Unión Europea: sin lo social no hay Europa‘
El 3 de diciembre siempre llega con esa mezcla curiosa de solemnidad y repetición. Es el Día Internacional y Europeo de las Personas con Discapacidad, sí, pero también es el día en el que muchos descubren, fugazmente, que existimos más allá de los discursos. Este año, además, España suma a la ecuación un aniversario simbólico: 40 años dentro de la Unión Europea. Cuatro décadas que nos han permitido crecer, abrir ventanas y derribar viejos muros, pero también comprobar que, cuando Europa se olvida de su dimensión social, se queda en poco más que un proyecto geográfico muy bien iluminado.
La Unión Europea nació con una promesa: paz, democracia y derechos. No era poca cosa para un continente que había sufrido la devastación de las guerras mundiales. Sin embargo, en los últimos años, esa promesa empieza a sonar a vinilo rayado. Y no por falta de discursos, que de esos vamos sobrados, sino por una fatiga colectiva que debilita el músculo social europeo. Un músculo que, si no se entrena, se atrofia rápido, dejando espacio para las brechas, las desigualdades y ciertas nostalgias regresivas que ya conocemos demasiado bien.
Para quienes formamos parte del movimiento social de la discapacidad, agrupado en torno al CERMI, la advertencia es clara: sin lo social, Europa se queda sin contenido, sin vida y sin ciudadanía real. Podemos hablar de economía, innovación, transición digital o neutralidad climática, pero si la Unión no garantiza derechos, inclusión y bienestar para todas las personas, entonces ¿para qué sirve exactamente?
Y este año, más que nunca, conviene recordarlo porque estamos entrando en una década decisiva. En 2026 se cumplen veinte años de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Veinte años que deberían bastar para que Europa ejerciera ese liderazgo global del que tanto ha presumido. No basta con haber ratificado la Convención, hay que integrarla en toda su legislación, en todas sus políticas, en todas sus decisiones. Derechos en papel tenemos muchos. Lo que falta es convertirlos en realidad cotidiana.
Porque la inclusión no se declama: se practica. Se practica cuando la accesibilidad deja de ser un extra para convertirse en la norma. Cuando dejar de encontrar barreras no es un golpe de suerte, sino una garantía de ciudadanía. Se practica cuando nadie tiene que elegir entre vivir en su comunidad o sobrevivir lejos de ella porque no hay vivienda accesible ni asequible. Se practica cuando los productos de consumo dejan de ser jeroglíficos para quienes no ven, no oyen o no pueden interpretar etiquetas diseñadas sin pensar en la mitad del planeta. Se practica cuando votar no es una aventura, sino un derecho pleno, secreto y autónomo. Y se practica, sobre todo, cuando una Europa que dice avanzar no deja a nadie atrás en el camino.
Lo social, cuando es de verdad, no cabe en un acto ni en un hashtag. Se traduce en condiciones materiales concretas: una vivienda digna donde uno pueda vivir sin pedir permiso, un empleo que no te condene a la excepción, un sistema de apoyos que respete tu libertad de elección, una economía social que no viva en la periferia del sistema, unos fondos europeos que no financien desigualdad, sino igualdad. Y sí, también en reconocer que las mujeres y niñas con discapacidad siguen enfrentándose a una discriminación que multiplica capas de injusticia. Europa no puede seguir fingiendo que es ciega a esa realidad.
Pero si hay algo que este 3 de diciembre debería dejarnos claro es que la accesibilidad —esa palabra que algunos manejan como si fuera un adorno— es el núcleo duro de cualquier democracia que quiera tomarse en serio. Sin accesibilidad no hay derechos. Sin derechos no hay ciudadanía. Sin ciudadanía no hay Europa. Es así de sencillo. Y de incómodo.
Quizás, por eso, ha llegado el momento de dejar de pedir y empezar a exigir. De recordar que la Unión Europea no puede financiar proyectos que ignoran la inclusión. Que el próximo Marco Financiero Plurianual debe condicionar la recepción de fondos al cumplimiento estricto de los derechos de las personas con discapacidad. No como un gesto solidario, sino como una obligación democrática. Y de paso, reforzar el Fondo Social Europeo, priorizar la economía social y asegurar la participación real —no decorativa— de las organizaciones de la discapacidad.
Porque de nada sirve celebrar 40 años en la Unión Europea, si olvidamos por qué entramos: para vivir en una Europa que no solo protege, sino que mejora vidas. Una Europa donde ninguna persona tenga que demostrar su valor para recibir derechos que ya le pertenecen. Una Europa que entienda que la inclusión no es un gasto, sino la mejor inversión posible.
Este 3 de diciembre no necesitamos más eslóganes. Necesitamos decisiones valientes. Necesitamos políticas que se midan en resultados, no en fotos. Necesitamos una Europa que vuelva a creerse su propio relato. Porque cuando lo social se debilita, no se rompe solo una parte del proyecto europeo: se resquebraja todo.
Y quienes llevamos años defendiendo esa Europa de derechos —desde la calle, las entidades y la vida real— no vamos a dejar que eso ocurra. No ahora. No después de 40 años. No mientras tengamos voz. Europa se juega su alma en lo social. Y conviene que lo recuerde antes de que sea demasiado tarde.
